miércoles, 20 de enero de 2010

Tom & Kinski

Fue un sábado que me retrotrajo a los noventa, aunque no fui consciente durante las dos horas que estuve escuchando la música de dos grupos cuyos componentes - me temo - no me superaban en edad.

Las guitarras echaban ruido y planeaban sobre la melodía y la letra de cada canción de amor - pues de amor debían de ser todas, claro, aunque no entendiera bien lo que decían.

Solo me distrajo más de lo normal - que lo normal son los gafapastas con chicas, las jovencitas, los amigos fuertotes y sanotes, las novias delicadas y pijas, las mujeres desatadas - digo, la rubia bajita con más boletos de ser alumna que profesora y los dos paisanos casuales y enrollados. Una cerveza para bailar con los del otro lado de la ría y otra para los de la huerta sin agua.

Los primeros, dos guitarras y batería masculina y bajo cantante femenino, a los que no había oído, me gustaron. Claro, sonaban a lo que a ellos y a mí nos empezó a gustar hace quince años. Y los segundos, razón por la que había comprado la entrada, variaron más veces el compás y los sonidos. Y también me gustaron. Tanto como la ironía desganada de la vocalista. ¡Qué no le harían de pequeña en la escuela!

Lo mejor fue que todo se retrasó una hora y así fue que salí una hora más tarde al encuentro de mis amigos. Y no lo digo por ellos, claro, sino por el lugar donde me uní a ellos. Que tanta bufanda después de una victoria épica no me molestaba - yo siempre seré de mi equipo, y quizá sea esto el único ejemplo de amor romántico real. No. Simplemente, ocurrió que ver tantos hombres en busca de mujeres y tantas mujeres en busca de hombres, muchos vestidos de hombres, hombres y muchas vestidas de mujeres, mujeres, trajo a mi pensamiento esa teoría culinaria sobre el punto de cocción del arroz aplicable a ciertas relaciones humanas.

Y eso hizo que sintiera una pereza y una desilusión tremendas.

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