En la tele un miércoles por la noche. William conoce a Anna, famosa actriz, y entre ellos surge un flechazo. Quizá su sonrisa sea demasiado grande como para que me enamore de ella - y bien sé lo que me atraen las sonrisas - pero entro en el juego y me identifico con él. A ello ayuda el hecho de que con dos mujeres ha estado y las dos le han dejado. Y cuando el guionista decide poner en boca del - en ese minuto de la película - afligido librero la afirmación de que las posibilidades de que un hombre y una mujer se enamoren son mínimas, la compasión que siento por mí se dispara. Aunque se preocupe de darnos esperanza con una pareja que demuestra dicha posibilidad.
Los inevitables malentendidos, resueltos incluso con el paso del tiempo, desembocan en un acto esperable de una persona equilibrada, de alguien a quien le importa la salud de su corazón y teme que tantos juegos malabares acaben por afectarle definitivamente. Dice no.
Pero el final feliz exige un sí, incluido el embarazo retratado en un tumbado sobre el regazo de él. Lo que todos - y yo - deseábamos.
El consuelo es que habré de esperar a esa tercera mujer, sea actriz o titiritera. Y saber que dejará su lugar de residencia para venir a vivir aquí.
¿Podría ser que mereciera tanto? Que tampoco me importaría marcharme allí.
Ah, en la vida real, Jeff, el novio actor y machista que tenía la chica, se convierte en el perfecto caballero que la seduce como ningún otro podría hacerlo.
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